Dónde marcar los
límites
por
Marta Serrano
www.padresycolegios.com
«Los
abuelos son una gran ayuda para las parejas con hijos, sobre todo si ambos
cónyuges trabajan. Pero hoy en día las personas mayores se mantienen activas y
también necesitan su tiempo de ocio. Veamos qué rol corresponde al buen abuelo»
Cada vez es más habitual la
figura de los abuelos canguro, que traen y llevan a los niños del colegio, les
dan de comer y merendar o les acompañan al parque. Según Pedro Rodríguez,
vicepresidente de Abuespa (Asociación Abuelas y Abuelos de España), "sólo hay
que ver quien recoge a los niños a la puerta del colegio para darse cuenta de
que ya suele haber más abuelos que padres". En pocos años los mayores se han
incorporado a funciones educativas que van más allá de pasar un buen rato con
sus nietos. Con este panorama, conseguir una buena relación entre generaciones
(abuelos, padres y nietos) es fundamental para que no surjan fricciones. Cada
uno debe ser consciente del papel que debe desempeñar.
Todos los niños tienen derecho a estar con sus abuelos, si bien esto no les
permite entrometerse en ciertos aspectos de la Educación, que es función
primordial de los padres. Entonces, ¿dónde poner los límites? Lo mejor es aunar
criterios teniendo en cuenta que los abuelos deben disfrutar mucho de sus nietos
y los padres tienen que ser flexibles y favorecer esta relación.
El contacto habitual con los abuelos es siempre enriquecedor para los niños,
pues ellos representan la memoria histórica y los orígenes de la familia, además
de ejemplificar valores, costumbres y formas de vivir. En definitiva, simbolizan
la continuidad generacional y proporcionan muchas ventajas para todos, también
para los propios mayores de la familia, que se sienten más útiles y valorados.
La Asociación Abuespa, que nació en 2005 para reivindicar más atención hacia la
figura de los abuelos en la unidad familiar, promueve todo tipo de actividades
culturales y de formación para que los mayores modernicen los conocimientos que
tienen y sean aún más capaces para ayudar a sus hijos en el cuidado y en la
formación de sus nietos. Para Pedro Rodríguez, "en esta asociación cabe todo
aquel que siendo abuelo, además de aportar su experiencia, tiene ilusión por
ayudar". Basta con llamar al teléfono 91 401 97 95 y empezar a colaborar.
Qué aporta el abuelo al niño y el niño al abuelo. Un
ejemplo de buena práctica
ATENTOS A CADA HIJO
- Saber quién aporta más a quién depende de cada caso, pero Mª Victoria Merino
afirma: "Sé por mi experiencia que la educación de los hijos no acaba nunca.
Dura (debe durar) hasta el final de la vida o hasta que haya capacidad". Sin
duda, Merino es una mujer ejemplar porque se define como una madre de familia
numerosa poco corriente. "Tengo siete hijos de 34 a 11 años; entre mi hijo mayor
y mi hijo pequeño hay más de 23 años, que son más de los que yo le llevo a mi
hijo mayor", afirma. Es abuela de once nietos, lo que supone que "en la familia
hay un surtido amplio de situaciones y, por tanto, nunca podré considerar que
nuestra tarea como educadores haya terminado", explica.
Mª Victoria, no obstante, sí habla desde la experiencia y nos comenta algunas
consideraciones que cree importantes:
- En primer lugar, hay que mantenerse atento a cada hijo y a cada nieto. "En
estado de alerta", diría, o "con el corazón vigilante", porque se advierten
muchas cosas a tiempo. También es adecuado participar en algún curso de
educación y orientación familiar. "Nos preparamos para casi todo exhaustivamente
y no se nos ocurre hacerlo para la labor más importante que tenemos en las
manos", señala. No hay que tener miedo de pedir ayuda cuando veamos que la cosa
no marcha bien y estemos desorientados.
UN BIEN PARA TODOS
- Los abuelos aportan a los nietos una relación entre distintas generaciones,
mientras los nietos les alegran y rejuvenecen. En cuanto a los padres, los
abuelos les aportan el relax de saber que dejan a sus hijos en buenas manos
cuando lo necesitan. Ahora bien, los padres siempre han de respetar los límites
que los abuelos necesitan para cuidarse y tener su propio espacio.
- Los abuelos, por su parte, deben tener claro hasta qué punto pueden ayudar. No
se deben comprometer haciendo excesos. Deben saber que la educación les
corresponde a los padres y que ellos sólo hacen una labor subsidiaria. La última
decisión siempre la deben tener los padres.
EL SÍNDROME DE LA ABUELA ESCLAVA Y OTROS PELIGROS
Hay que valorar siempre la labor que hacen los abuelos, pues tener un buen
abuelo cerca favorece la salud psíquica de los niños tanto como la de los más
mayores al sentirse útiles para sus hijos.
- Hay que conversar con ellos para delimitar las funciones de cada uno antes de
que se produzca un conflicto.
- No obstante, si los abuelos acceden al cuidado de los nietos, no se puede caer
en chantajes ocultos y pensar: "Yo sé que mi madre espera esto; que mi padre
desea lo otro; no podemos dejarle al niño y luego; nos han pagado la habitación
del niño y...". Hay que tener en cuenta sus opiniones y más tarde decidir el
padre y madre a solas lo que se va a hacer. Hay que ser libres y generosos ante
ellos.
- Hay que dejar que los abuelos mimen a los niños y les permitan más caprichos
que nosotros. Ésa es una de las funciones de los abuelos y los niños lo saben
distinguir.
- Cuidado con el Síndrome de la Abuela Esclava. Los padres somos nosotros y
ellos a veces no se sienten con fuerzas suficientes para realizar tareas con los
nietos que requieren más juventud o mejor salud, suponiéndoles una carga. Más
información en web.jet.es/aguijarro/abuela/
EL ABC DEL ABUELO 10
1 - Tener claro hasta que punto pueden ayudar. No comprometerse haciendo
excesos.
2 - Plantear situaciones creativas, que puedan facilitar espacios propios de los
abuelos.
3 - Que los hijos respeten su salud y sus fuerzas. Si hay varios hijos que
requieren el cuidado de los nietos, buscar la situación más adecuada y
equilibrada.
4 - Ser conscientes de que la educación corresponde a los padres y que ellos
hacen una labor subsidiaria. Respetar que la última decisión siempre la tienen
los padres.
5 - Plantear sus criterios y dialogar con los padres sobre: las comidas, los
ritmos de sueño de los nietos, etc.
6 - Si deben cuidar a los nietos y existen dificultades, hablarlo cuando los
niños no estén delante, buscando soluciones, pero nunca cuestionando los
criterios de los padres: el niño no quiere comer una determinada comida, cuando
ir al médico...
7 - Si opinan diferente sobre la educación, intentar comprender a los padres,
pues para ellos también es un conflicto difícil de resolver.
8 - Saber que su posición es de ayuda, que hacen una gran labor, que implica un
sacrificio importante, y que encima supone quedarse en un segundo plano en las
decisiones.
9 - Descubrir la satisfacción de poder ayudar a sus hijos en la tarea de educar
a los nietos.
10 - Saber que en el fondo no importa tanto el reconocimiento como el poso de
amor y de confianza que dejan en sus nietos, eso es impagable e insustituible.
Más información en www.hacerfamilia.com
Del colegio a la universidad
Hace tiempo, en Leewwarden, capital de la provincia holandesa de Frisia, un
centro de Preescolar tuvo que instalarse provisionalmente en una residencia de
ancianos con demencias leves. La experiencia fue tan exitosa que una escuela del
sur de Alemania, por un problema de espacio, recurrió a alquilar una sala en el
geriátrico más cercano. Todo parecía indicar que era una solución de urgencia
pero al final se ha optado por hacer un convenio de integración. Desde entonces
niños y ancianos escuchan juntos durante algunas horas al día la lectura de
cuentos y modelan el barro o dibujan.
Según informa Carmen Montón, "los familiares de los ancianos los encuentran más
animados y fuera de su ensimismamiento habitual. Su movilidad ha mejorado, pues
–por ejemplo– se levantan del sillón para enseñar la hora a los más pequeños, y
lo hacen con más gusto que si fuese por indicación terapéutica". Por su parte
"los padres encuentran a los pequeños más sociables con los adultos. Además, ven
que sus hijos reciben una atención de estos inesperados abuelos que no
esperaban".
También el director de la escuela holandesa, F. Keizer, afirmaba en un periódico
local: "Las vivencias de los ancianos se acoplan bien a las de los niños. Antes,
dibujar les parecía infantil; ahora ayudan a los pequeños, están ocupadísimos.
Han salido del aislamiento, les hemos abierto al mundo que les rodea. Ambos
grupos se llevan de maravilla. Algunos padres traen a sus niños aquí para que
aprendan a tratar con ancianos".
En España también hay iniciativas como el Día del Abuelo, que se celebra cada
vez en más colegios y por el que mayores y pequeños comparten una jornada
escolar, o el programa de apadrinamiento de abuelos de la Asociación Edad Dorada
Mensajeros de la Paz (edaddorada.tsai.es). Otras iniciativas, como la
Vniversitas Senioribvs de la Universidad San Pablo CEU para mayores de 50 años,
permiten a los abuelos seguir aprendiendo en la universidad.

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Los nuevos héroes del hogar
Fuente:
www.padresycolegios.com
«Los
padres han cedido parte del cuidado y la crianza de sus hijos a los abuelos,
quienes enseñan a los niños valores y formas de actuar correctas de modo
cauteloso y experto. Lo que no significa que hayan renunciado a su autoridad o
que haya habido una traslación de funciones»
La incorporación de la mujer
al mundo laboral y los horarios ajustados con que cuentan los padres en las
ciudades han provocado que en mayor medida sean los abuelos quienes se ocupen de
los nietos durante las horas del día en que los padres trabajan.
El mayor tiempo de convivencia existente entre abuelos
y nietos hace que entre ellos exista un feedback bastante peculiar. Los abuelos
encuentran una afición diferente en la que dedicar su tiempo libre y los nietos
descubren valores de forma meditada y experta, tal y como explica el catedrático
de la Universidad Autónoma de Madrid, Ricardo Montoro.
Referido a este tema, Alfredo Rodríguez, profesor de
Sociología de la Universidad de Navarra, añade: "los abuelos son el referente
para los niños de lo que debe ser la institución familiar". Para este experto,
los abuelos van más al fondo de las cuestiones cuando explican valores o formas
adecuadas de actuar.
VALORES
Para Ricardo Montoro, es indispensable que los
valores que se enseñe a los pequeños en casa sean firmes y claros. Y,
básicamente, son tres: el respeto al prójimo, el respeto al principio de la
autoridad y, posteriormente, el ideario propio de la familia (religión,
creencias...).
Pero la función de los abuelos en el hogar no debe
centrarse únicamente en la transmisión de valores. Es importante que relaten
historias de la infancia o juventud de sus hijos, para que los niños comprendan
el sentido de continuidad de la familia, que pertenecen a una cadena de la que
ellos mismo son una parte muy importante.
Los abuelos pueden contribuir también en la
crianza de sus nietos sin contradecir la autoridad de sus padres, ocupándose de
controlar situaciones educativas como son el realizar los deberes en casa o el
controlar la programación y el tiempo que los niños ven la televisión.
No es necesario detallar los motivos por los que
los abuelos son una parte indispensable en la familia, pero muchas veces ellos
mismos caen en el pensamiento de sentirse incapacitados para realizar muchas
funciones educativas con los niños. Por ello, ya sea en el seno de la familia o
a través de iniciativas externas, es necesario ofrecerles el protagonismo que
ellos sienten que han perdido. Así, nace en 1993 una iniciativa pionera en la
que la Family Service Association of Metropolitan Toronto, de Canadá pone en
contacto a voluntarios ancianos con familias que han perdido a los abuelos por
la muerte, distancia o la separación.
Y del mismo modo que los abuelos pueden ayudar a
las familias, las familias pueden ayudarles a ellos, como en Ámsterdam, donde,
por ejemplo, hubo que instalar provisionalmente un centro de preescolar en una
residencia de ancianos y la experiencia fue de lo más enriquecedora. Mayores y
niños compartían lecturas y ejercicios lo que ha contribuido a que los ancianos
salgan del aislamiento y encuentren en la ayuda que prestan a los infantiles una
labor por la que sentirse necesarios y útiles.
COMETIDOS CONCRETOS DE LOS ABUELOS
Los abuelos pueden ayudar en el hogar controlando
la programación que los niños ven en casa y el tiempo que le dedican a ver la
televisión.
Pueden ayudar a los pequeños con los deberes del
colegio prestándoles atención o aportando conocimientos directos sobre el tema.
Pueden prepararles alimentos o platos diferentes
a los que comen en el colegio o les preparan sus padres, para que se den cuenta
de que existen otras formas agradables de comer, que no son idénticas a las que
conocen, pero que también son sabrosas.
Que cuenten historias a los nietos sobre la
juventud o infancia de sus padres es importante para que vean que forman parte
de una cadena continua que es la familia.
Si los abuelos no conviven con la familia o viven
lejos han de acompañar a los niños en cumpleaños o fechas señaladas para que los
pequeños se sientan queridos e importantes.
Y, sobre todo, han de ser una fuente constante de
cariño para que los pequeños sean conscientes de que existen otras personas,
además de sus padres, que pueden hacerles la vida agradable.

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El encanto de la
vejez
por
Francisco Lucas Mateo Seco
«Al atardecer se levantará para ti
una especie de luz meridiana,
y cuando creyeres que estás acabado,
te
levantarás cual estrella matinal.
Estarás lleno de confianza por la esperanza
que te aguarda»
(Job
11, 17-18)
SER ANCIANO implica haber vivido
una prolongada existencia, encontrarse al final de un largo viaje, quizá
demasiado cansado. La ancianidad es también tiempo de despedidas. Las cosas y
los afanes le van dejando a uno. También la gente querida que ha partido antes
que nosotros. Con frecuencia, como recuerda Ovidio, se siente el abandono de
quienes más nos debían. La ancianidad es antesala natural de la muerte y del
juicio divino; antesala, según el plan de Dios, del gozo y descanso eternos.
Pero no se puede olvidar que la ancianidad pertenece todavía al tiempo del
peregrinaje terreno. Es, por tanto, tiempo de prueba, tiempo de hacer el bien,
tiempo de labrar nuestro destino eterno, tiempo de siembra. No puede concebirse
la vejez como una época fácil de nuestra vida. A los trabajos propios del
peregrinaje sobre la tierra —eso es la vida humana— se suman la progresiva
pérdida de fuerzas, la inercia de cuanto se ha obrado anteriormente, los
característicos defectos de la vejez contra los que es necesario luchar, los
inconvenientes que plantea este siglo nuestro tan inhumano.
Es inevitable envejecer; pero no se puede ser buen anciano —y
son tan necesarios— sin mucha gracia de Dios y sin una continua lucha personal.
Por ello, la vejez, que es tiempo de serena recogida de frutos, puede ser también
tiempo de naufragios. Se atribuye al general De Gaulle
esta descripción amarga de la ancianidad: «La vejez es un naufragio.» La frase
debe calificarse en ocasiones como de muy justa. No es sólo un naufragio de las
fuerzas físicas o una disminución paulatina de las mismas fuerzas morales:
inteligencia y voluntad. Es un naufragio de todo el hombre. Digamos que en la
vejez puede revelarse con todas sus fuerzas —y sin piadosas vendas que lo
oculten—el naufragio de toda una vida. Tantas veces el estrepitoso
derrumbamiento moral de la vejez muestra que se naufragó en la adolescencia, en
la juventud, en la madurez. Metido en la corriente de la vida, se intentó
almacenar, como el cocodrilo, las pequeñas piezas cobradas en sórdidas cacerías,
y el paso del tiempo lo único que hace es difundir su olor a podrido.
En oposición a la adolescencia —que es tiempo de promesas y de
esperanzas, tiempo en que el ensueño desdibuja los perfiles de las cosas y de
las acciones—, la ancianidad es tiempo de recuento, de verdad desnuda, de
examen de conciencia. Y aquí radica no poco de su utilidad y de su grandeza.
Digamos que la misma debilidad de la vejez es su mayor fuerza y, a una mirada
cristiana, uno de sus principales encantos.
Y no es que sea aceptable la concepción heideggeriana
del hombre como un ser-para-la-muerte, un ser que alcanzase su realización en
la propia destrucción. Quédese esto para quienes conciben al hombre como un ser
vomitado con la amargura de quien se cree hijo del azar y no de una omnipotente
y amable sabiduría creadora. E1 hombre no es fruto del azar. Su misma
estructura material ha sido delineada por la sabiduría amorosa del Creador; infundióle Dios un alma inmortal, capaz de conocer y de
amar trascendiendo lo efímero, capaz de desear una vida y un amor eternos. El
hombre fue creado para vivir, y no para envejecer o morir.
Y. sin embargo, la misma debilidad de la vejez —que es un mal,
en cuanto que es carencia de vida— es su mayor fuerza. Lejanos ya los sueños de
la adolescencia y los delirios de la juventud, el anciano puede enfrentarse a
la verdad con una sobriedad y con un realismo superiores a los de las demás
épocas de la vida. Se hace así más fácil descubrir con una nueva nitidez lo que
es importante y lo que es intrascendente, distinguir lo fugaz de lo que
permanece. La ancianidad pertenece al ciclo vital humano. Antesala de la
muerte, la vejez prepara para el encuentro definitivo con Dios, para ese juicio
divino que va a recaer sobre toda nuestra existencia.
La debilidad inherente a la vejez ayuda a despojarse de todo
vano afán, de toda estúpida soberbia. Si a lo largo de la existencia el hombre
superficial ha podido olvidarse de su humilde origen, de que ha sido hecho, de
que es una débil criatura, la vejez le otorga una oportunidad inmejorable para
volver al sentido común, a la contemplación de las realidades elementales. La
ancianidad facilita el cumplimiento de aquella primera regla del ideal apolíneo
—conócete a ti mismo—, expresión que en su sentido inicial quería decir: conoce
tus limitaciones, tu condición mortal respecto a los inmortales, para que no te
rebeles contra ellos. En definitiva, es buena época la ancianidad para que Dios
siga colmando aquel deseo suplicante que formulaba San Agustín: Domine, noverim me, noverim te; que
me conozca a mí, que te conozca a Ti, Señor.
La ancianidad es tiempo de recoger frutos y tiempo de siembra.
Siendo un mal, Dios la ha permitido, porque de ella pueden surgir bienes
superiores. E1 dolor, la soledad, la sensación de impotencia, se convierten
—tantas veces— en imprescindible colirio para curar los ojos del alma y
abrirlos a las realidades trascendentes. También la ancianidad está bajo la
mano providente y amorosa de nuestro Padre Dios.
La medicina divina es enérgica, pero el hombre sigue siendo
hombre y libre: puede no aprovecharla. Es posible que quien naufragó a lo largo
de toda su vida naufrague también en esta última época, ya cercana la última
batalla entre el pecado y Dios, en que se juega la suerte eterna. El proceso de
involución, que se inició con el primer pecado y que ha podido irse acelerando
—generalmente por la pereza y la soberbia—, puede seguir avanzando, y la
egolatría terminar en un lamento estéril por el ídolo caído. Se avanzaría así,
casi inexorablemente, hacia el endurecimiento total del corazón, precursor del
infierno. Y es que la ancianidad, como toda época de la vida, puede ser bien
vivida o mal vivida; pero es una época quizá fatigosa —¿cuál no lo es?—, en la
que Dios nos espera, nos asiste, llama a la puerta de nuestro corazón, y en la
que tiene más importancia de lo que a veces sospechamos la respuesta de
nuestras libres decisiones.
No es la vejez una época vacía o inútil. Es época de lucha
ascética, de heroísmo, de santidad. A pesar de la decadencia física, la gracia
de Dios rejuvenece el alma con fuerzas sobrenaturales, hacienda la santidad tan
asequible como en la adolescencia.
Pero decíamos que, a una mirada cristiana, la ancianidad tiene
un encanto especial, como la niñez, la enfermedad o la pobreza. En efecto, si
cada hombre es Cristo, los débiles lo son especialmente. Dios, que es
misericordioso con todas sus criaturas, siente una ternura especial por las más
desamparadas. Los enfermos, los niños, los ancianos son de una forma especial
el mismo Cristo que nos sale al encuentro. Resuenan con fuerza eterna aquellas
palabras del Maestro en la descripción del juicio final: «Venid, benditos de mi
Padre, entrad a poseer el reino que os está preparado desde el principio del
mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de
beber (...); estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; (...)
En verdad os digo, cuantas veces se lo habéis hecho a uno de los más pequeños
de estos mis hermanos, a mí me lo habéis hecho» (Mt.
25, 34-40)
Los ancianos constituyen en realidad una parte importante del
tesoro humano y sobrenatural de la humanidad entera. La picaresca de un mundo
deshumanizado —precio inherente al ateísmo— se esfuerza en poner de relieve que
los ancianos son una carga, subrayando sus defectos. A este triste materialismo
hedonista sólo hay un yugo que no le parece insoportable: la esclavitud a
placeres desnaturalizados en un frenesí cada vez más insaciable.
No es verdad que los ancianos sean inútiles o constituyan una
carga difícil de soportar, aunque a veces su misma debilidad material les
convierta en ocasión de que los hombres y la sociedad entera practiquen con
ellos la virtud de la caridad en cumplimiento de unas dulces obligaciones que,
casi siempre, dimanan de estricta justicia. ¡Ellos, en cambio, aportan tantas
cosas con su presencia! Nos dieron mucho, cuando se encontraban en plena
fuerza; nos lo dan ahora, en el ocaso de su vida, con su presencia venerable,
con su sufrimiento silencioso, con su palabra acogedora. Privar a la humanidad
de los ancianos sería tan bárbaro como privarle de los niños. Dios cuenta con
los ancianos para el bien de todos nosotros. Ellos son útiles en tantas cosas
humanas; son útiles, sobre todo, en el aspecto sobrenatural. Forman parte del
Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, y lo enriquecen con su santidad,
con su oración, con sus sacrificios. Si ninguna vida es inútil a los ojos de
Dios, mucho menos puede serlo la de aquellos que sufren física o moralmente.
Estas vidas, en las que se refleja con especial vigor la Cruz de Cristo,
adquieren a la mirada divina un relieve y un valor inexpresables.
Los ancianos, vivificados par la gracia de Dios, pueden ejercer
ese «sacerdocio real» de que habla San Pedro (1 Pedr
2, 5 ), ofreciendo su vida —unidos a Cristo— como acción de gracias, como
impetración, como reparación. La vida, entonces, se ennoblece, y el alma
descubre horizontes de universalidad insospechados. Se puede palpar lo certero
de esta afirmación de monseñor Escrivá de Balaguer: «Si sientes la Comunión de
los Santos —si la vives— serás gustosamente hombre penitente. Y entenderás que
la penitencia es gaudium etsi laboriosum —alegría,
aunque trabajosa—, y te sentirás aliado de todas las almas penitentes
que han sido, y son y serán» (Camino, n. 548~.
Es la vejez tiempo de sufrimiento, tiempo de santidad, tiempo de
hacer el bien. Es la vejez, también, tiempo de despedida; y en las despedidas
se suelen decir las cosas más importantes. No es la vejez —no puede ser— tiempo
de jubilación en lo que se refiere a la ayuda humana y sobrenatural a los
demás. Aunque las circunstancias han cambiado, permanecen en su sustancia las
mismas obligaciones y los mismos lazos entrañables que fuimos adquiriendo durante
la vida. Ningún bien nacido puede recordar a sus padres, ya ancianos, sin
conmoverse. Cuando la muerte nos los arrebata, sentimos una irreparable
pérdida, nos duele la orfandad, aunque les sabemos en el cielo. No es sólo la
sensación lógica de haber perdido la tierra donde hundíamos nuestras raíces;
es, por encima de eso, el claro convencimiento de que con ellos se nos ha ido
el cariño más desinteresado, de que hemos perdido nuestra mejor custodia. Nos
damos cuenta, quizá demasiado tarde, de que, a pesar de su invalidez, eran
nuestro mejor tesoro, de que con su presencia nos hacían mucho bien. Nos
conforta la seguridad de que, ahora de una forma invisible, nos siguen
custodiando desde el cielo, de que conservamos los mismos vínculos, ahora más
queridos y beneficiosos. Y nos queda el orgullo de que en ningún momento, ni
siquiera en los de su mayor postración, nos fueron inútiles. Su rostro deseado,
surcado por las arrugas de tantos sufrimientos, es ahora una de esas pequeñas
luces que iluminan indeficientemente la noche de nuestra vida. De su mano —que
antaño nos enseñó a andar— y de la mano de Santa María, que es Madre del Amor
Hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza (cfr
Eccli. 24, 24), podemos aprender —aún en nuestra
misma ancianidad— esas lecciones que son las que más importan, las que orientan
toda la vida hacia su verdadero centro: hacia esa Hermosura, esa Bondad y ese
Poder indeficientes de nuestro Padre-Dios; hacia esa fecundidad del espíritu
que no mengua cuando el vigor de la carne muere.

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La oración del general McArthur
Dios
Padre, dame un hijo que sea lo bastante fuerte como para tener conciencia de sus
debilidades,
lo
bastante valiente para recobrarse de ánimo cuando tenga miedo.
Un
hijo que sepa aceptar con nobleza la derrota honrosa y ser sencillo y generoso
con la victoria.
Dame
un hijo que tenga el corazón y la cabeza en su sitio.
Un
hijo que te conozca y sepa que el conocerte a Ti es la piedra angular de la
sabiduría.
Te
lo pido, Señor; no le lleves por los caminos fáciles, sino por los senderos
erizados de obstáculos y dificultades.
Enséñale
a permanecer fiel en las tormentas y a compadecerse de los que han caído.
Dame
un hijo, Señor, de corazón puro, con aspiraciones elevadas, que sepa ser dueño
de sí mismo antes de querer mandar sobre los otros, que sepa reír sin olvidar
cómo se llora, que mire el porvenir sin perder de vista el pasado.
Y
cuando tenga todo esto añádele, Señor, te lo suplico, unas gotas de
buen humor para que sepa mantenerse siempre sereno, sin tomar nunca las cosas
por el lado trágico.
Dale
humildad para que recuerde siempre la comprensión de la verdadera sabiduría y
la serenidad de la auténtica fortaleza.
Gracias,
Señor. Entonces yo, su padre, me atreveré a confesarme a mí mismo: ¡No
has vivido en balde!

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Normas para hacer de sus hijos unos
delincuentes
Fuente: Dirección General de
la Policía
de Seattle (Washington)
1.
Dadle, desde la infancia, todo lo que quieran: de este modo llegará a
mayor convencido de que todo el mundo le debe
todo.
2.
Si dice tonterías, hacedle creer que es muy gracioso.
3.
No le deis ninguna formación espiritual: cuando sea mayor de edad, ya escogerá
el.
4.
No le digáis nunca "esto está mal". Podría crearse complejos
de culpa, y más tarde, cuando por ejemplo sea arrestado por el robo de un
coche, estará convencido de que la sociedad es quien le persigue.
5.
Recoged todo lo que tira por los suelos: así se convencerá de que
todos los demás están para servirles.
6.
Dejadles leer todo: desinfectad la vajilla pero dejad que su espíritu se recree
con cualquier torpeza.
7.
Discutid siempre delante de él: y cuando vuestra familia esté
destrozada, él no se dará por enterado.
8.
Dejadle todo el dinero que quiera, de modo que no sospeche que para poder
disponer de él deba trabajar.
9.
Que todos sus deseos estén satisfechos: comer, beber, divertirse, confort... de
otro modo resultará un frustrado.
10.
Dadle siempre la razón: los profesores, la gente de ley, siempre desean el mal
a aquel pobre muchacho...
11.
Cuando haya llegado a ser un desastre, proclamad que nunca habéis podido hacer
nada por él.
12.
Le habréis preparado una vida de dolores y seguramente, la tendrá.

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Consejos para educar a los nietos
Un peligro
siempre al acecho es el de querer contentar, en todo, los gustos de los nietos.
A veces los padres son demasiado generosos y esa generosidad hace mal a los
hijos. No hay que ser roñosos, pero ser excesivamente dadivosos es un error
muy grande tanto de los padres como de los abuelos.
Y éste es, en general, es nuestro
mayor defecto…
La
dificultad puede proceder, en muchas ocasiones, de una falsa compasión:
el buen deseo de que los chicos no sufran la escasez que quizá nosotros mismos
conocimos cuando teníamos su edad. Dejarse llevar por este sentimiento puede
resultar muy nocivo para el futuro de los niños. Acostumbrados a que los padres
satisfagan todos sus deseos, sin ningún mérito por su parte, los muchachos
podrían adquirir una mentalidad materialista y comodona, de hijos de papá, que
no les ayudaría ni en su trato con Dios ni en su trato con los demás.
Además,
se encontrarían desprotegidos frente a las dificultades que tarde o temprano se
presentan en la vida, y no sabrían hacerles frente cuando llegase el momento.
El
exceso de cariño puede provocar el aburguesamiento de los hijos. Cuando no es
el padre es la madre, los tíos o los abuelos. Al final, los muchachos pueden
llegar a tener una excesiva autonomía económica, impropia de su edad.
Es
preciso que conozcan, de acuerdo con su edad, el esfuerzo que cuesta sacar
adelante una familia. De esa manera se evita que se conviertan en “señoritos”.
Existen muchos medios al alcance de los padres cristianos para facilitar este
aprendizaje: tenerles cortos de dinero; impulsarles a trabajar algunas horas al
día -al menos en épocas de vacaciones-, para que se costeen sus gastos
personales; no consentir caprichos inútiles.
La
“paga” no debe “ganarse”
cumpliendo los encargos con los que cada uno de la familia debe contribuir al
bien común. Cada uno, en la
familia, debe tener un encargo que llevar a cabo para el bien de todos, incluido
el suyo, claro.
Los
hijos recibirán mucho más bien si aprenden a vivir las virtudes humanas: los
padres cristianos han de tener el valor de saber exigir. Y los abuelos –hoy
por hoy, en muchos casos- son la “guardería fiable”…
La
mentalidad imperante hoy día presenta como imprescindible la satisfacción de
muchas falsas necesidades. Ropa de última moda, el ordenador personal, el vídeo,
la moto... pueden ser útiles e incluso convenientes en algunas ocasiones,
pero hay que estudiar cada caso con criterio cristiano, pensando en
el bien integral del chico.
No
es oportuno, y en ciertos casos supondría un grave error, concederles todo lo
que ofrece la moderna sociedad de consumo.
Acomodándose a las circunstancias concretas, habrá
que enseñar a prescindir gustosamente de ese objeto que otros
compañeros tienen, de aquella comodidad innecesaria... De esta forma,
comprenden mejor que los bienes terrenos son algo pasajero y que no vale la pena
dejar que el corazón se apegue a ellos.
Otra
falsa excusa puede presentarse en este terreno: el temor a perder la amistad de
los hijos, si no se satisfacen sus caprichos. Sería un error, en primer lugar,
porque la relación padres-hijos debe fundamentarse en algo más sólido que el
mero concederles lo que piden: ha de estar basada en un amor fuerte y
sacrificado.
Además,
las rabietas de los hijos pasan, mientras permanecen las muestras del cariño
verdadero, que es el que ayuda a seguir el camino del Cielo.
…Y
no vale el “truco” de “devolver” al chico a la madre o a la abuela
cuando se pone “pesado”…Y mucho menos vale darle lo que pide para que nos
dejen en paz…
Encontrar el justo medio para educar en las virtudes no es siempre fácil. En
ocasiones, será útil consultar a quien tiene especial gracia de Dios para dar
un consejo, a personas con más formación experiencia.
Sólo me queda confesar que los abuelos, por regla general, no respetamos los
criterios educativos de los padres, que son los únicos responsables de ella.

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