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El fundador del
Opus Dei y la Madre Teresa. Artículo recomendado Descubrir a Cristo en cada hombre Por Brian Kolodiejchuck, M.C., Postulador de la causa de canonización de la Madre Teresa de Calcuta |
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Autor: Asunción Muñoz González
Categoría: Testimonios
He nacido en Badajoz (Extremadura) y pertenezco a la Comunidad de Damas Apostólicas
desde el año 1922. Ingresé a los 28 años y tengo ahora 81. Me sentí llamada por el
Señor a una vida de entrega total desde los 14 años de edad. Pero no encontré mi
verdadero camino hasta que conocí a Doña Luz Rodríguez Casanova, Fundadora de las Damas
Apostólicas, a cuyo espíritu me sentí absolutamente unida catorce años después. Desde
entonces he dedicado mi vida a la salvación del mayor número posible de almas, siguiendo
la norma de nuestras Reglas, he buscado estas almas en los lugares más pobres, más
abandonados de la ayuda social y más alejados del Señor.
Conocí a Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás, en el año 1927, cuando fue
nombrado Capellán del Patronato de Enfermos de Madrid. Recuerdo perfectamente que se
trataba de un sacerdote muy joven, con la carrera eclesiástica recién terminada, pero
con una personalidad muy definida y muy grata. Si tuviera que definir alguna cualidad que
me impresionara más que otras, me pronunciaría por la franqueza, la sencillez, el
agrado, la simpatía. Todo eso tenía. Llano, sencillo, fervoroso. Desde el primer momento
se compenetró admirablemente con Doña Luz Rodríguez Casanova, nuestra Fundadora, porque
ella también poseía una gran sencillez y porque les preocupaban las mismas cosas.
Comprendió muy bien nuestro espíritu aun cuando luego él fundara el Opus Dei, con un
modo de buscar la santidad muy diverso. Habiéndole conocido, esto se explica con
facilidad ya que él acataba todo lo bueno, todo lo grande, todo lo santo ... Tenía un
espíritu muy universal. Quería todo cuanto fuera para la Gloria de Dios. Y por eso nos
conoció muy bien y nos ayudó muchísimo y nos tuvo un gran afecto. Yo he hablado con él
de muchas almas, con gran confianza, porque él la inspiraba. Y me he sentido muy ayudada
y muy satisfecha después de haberlo hecho.
Fue un gran beneficio para nosotras tener por Capellán del Patronato de Enfermos, con
vivienda propia en la Casa, a don Josemaría Escrivá de Balaguer. Durante aquellos años
alrededor de 1927, recuerdo nuestras actividades apostólicas por los barrios extremos de
Madrid. Los Hospitales estaban abarrotados y los enfermos morían en sus casas.
Buscábamos aquellos de mayor gravedad, y de menor asistencia, para ayudarles espiritual y
materialmente. Queríamos rescatar su alma para el cielo. Y en aquel ambiente en el que
muchas veces sufrimos y fuimos expulsadas de alguna casa, se nos hizo imprescindible D.
Josemaría.
El Capellán del Patronato de Enfermos era el que cuidaba de los actos de culto de la
Casa: decía Misa diariamente, hacía la Exposición del Santísimo y dirigía el rezo del
Rosario. No tenía, por razón de su cargo, que ocuparse de atender la extraordinaria
labor que se hacía desde el Patronato entre los pobres y enfermos -en general, con los
necesitados- del Madrid de entonces. Sin embargo, D. Josemaría aprovechó la
circunstancia de su nombramiento como Capellán, para darse generosamente, sacrificada y
desinteresadamente a un ingente número de pobres y enfermos que se ponían al alcance de
su corazón sacerdotal. De esta manera, cuando teníamos un enfermo difícil, que se
resistía a recibir los Sacramentos, que se nos iba a morir lejos de la Gracia, se lo
confiábamos a D. Josemaría en la seguridad de que estaría atendido y de que, en la
mayoría de los casos, se ganaría su voluntad y le abriría las puertas del cielo. No
recuerdo un sólo caso en el que fracasáramos en nuestro intento.
Yo era una de las más jóvenes de la Fundación y tenía más resistencia para actuar de
día o de noche. A cualquier hora. Por eso estaba dedicada especialmente a estos enfermos.
Y siempre, nos acompañaba don Josemaría. Ibamos en algún coche que nos prestaban
algunas familias y nos acercábamos a las casas humildes de estos enfermos. Había, muchas
veces, que legalizar su situación, casarlas, solucionar problemas sociales y morales
urgentes. Ayudarles en muchos aspectos. Don Josemaría se ocupaba de todo, a cualquier
hora, con constancia, con dedicación, sin la menor prisa, como quien está cumpliendo su
vocación, su sagrado ministerio de amor.
Así, con don Josemaría, teníamos asegurada la asistencia en todo momento. Les
administraba los Sacramentos y no teníamos que molestar a la Parroquia a horas
intempestivas. Nosotros nos encargábamos de todo.
¡Cuántas veces he dialogado con él acerca de un alma que habíamos de salvar, de un
paciente que necesitábamos convencer! Yo le pedía consejo acerca de lo que habíamos de
decir o hacer. Y el iba todas las tardes a ver a alguno de ellos puesto que los enfermos
para él eran un tesoro: los llevaba en el corazón.
Sé que más tarde, ha dejado escritas a sus hijos del Opus Dei páginas muy
sobrenaturales, muy bellas, sobre el dolor, la expiación, el amor y la fortaleza de los
enfermos.
Nuestra Madre Fundadora le tenía un gran cariño. Se le notaba y nos lo decía
abiertamente: porque el fervor de D. Josemaría era admirable y tenía un atractivo
especial. Contagiaba su piedad y era de una llaneza y una claridad abiertas a toda
confianza.
Gran trabajador, y de una actividad constante en el celo por las almas, no lo parecía, ya
que se dedicaba a cada uno sin prisa como si no tuviera ninguna otra cosa que hacer. Nos
celebraba la Santa Misa en la Capilla por la mañana. Venía también a dirigir el Santo
Rosario y la Bendición. Visitaba, tal como he dicho, por el limpio motivo de su Amor a
Dios y a las almas de los pobres -sin tener obligación- a nuestros enfermos y les llevaba
la Comunión y otros Sacramentos. Para dar una idea de lo que era aquella labor
asistencial del Patronato de Enfermos, en la que D. Josemaría tomaba parte tan
importante, puedo recordar -recojo los datos de las estadísticas que se publicaban en
nuestro Boletín trimestral- que en el año 1927 visitamos entre cuatro y cinco mil
enfermos, se hicieron más de tres mil confesiones y se dieron otras tantas Comuniones; se
administraron casi quinientas Extremaunciones, se hicieron entre setecientos y ochocientos
Matrimonios y se confirieron más de cien Bautismos. D. Josemaría iba además a los
colegios que teníamos en los barrios madrileños que, en aquellos tiempos, eran 58 que
daban educación a 12.000 niños y niñas: anualmente hacían la Primera Comunión unos
4.000. Allí daba pláticas a los niños y charlaba amistosamente con cada uno empleando
toda su simpatía personal, toda su energía de apóstol en llevar los corazones de
aquellos chicos hasta el conocimiento y el amor de Jesucristo.
En nuestra casa de "Santa Engracia" de Madrid (Patronato de Enfermos), teníamos
que quitar la mampara que aislaba la Capilla y comedor, para dar cabida a los acogidos a
nuestra asistencia que bajaban a la Santa Misa. Don Josemaría les hablaba allí a todos
nuestros pobres. Y no sólo después de la Santa Misa sino también en el comedor,
dialogando con viejos y con niños, con todos. Les hablaba sencillamente de la Doctrina
cristiana. Y se ocupaba de sus problemas, de las cosas que había en el interior de cada
uno. Era un amigo y un santo sacerdote.
Los testigos presenciales de la muerte de Mercedes Reyna, una Dama Apostólica de
reconocida santidad para cuantos la conocieron, me contaron, algunos años después, la
conmovedora actitud de don Josemaría Escrivá que la ayudó hasta el último instante y
le dio los últimos Sacramentos, a pesar de que él, por su cargo de Capellán del
Patronato, no tenía que ver con la atención espiritual de la comunidad de Damas
Apostólicas. Posiblemente D. Josemaría haría una excepción con Mercedes Reyna,
atendiendo a sus circunstancias personales. Me contaron que no se apartó, prácticamente,
del pasillo al que se abría la puerta de su habitación durante todo el tiempo que duró
la agonía. Paseaba, rezando, dispuesto a entrar en cuanto lo necesitara; escuchaba, con
la piedad de quien asiste a la muerte de un santo, las palabras entrecortadas de Mercedes.
Asistió, con absoluta devoción, a los últimos momentos de aquella mujer cuya entrega
total al sufrimiento y al amor de Dios no dudó ni un instante.
Después de su muerte, don Josemaría Escrivá pidió algún recuerdo suyo. Una pequeña
correa, desgastada y raída, que llevó con él mientras le conocí. Una vez, algún
tiempo más tarde, me la enseñó y me dijo: "Cuando me acerco a un enfermo con esta
correa de Mercedes Reyna puesta, no resiste a la Gracia de Dios".
El tuvo siempre conciencia de la santidad de esta mujer y la ayudó intensamente en su
búsqueda de Dios. La entendió en el profundo silencio de su entrega, en la
mortificación constante, en la humildad, en la unión con su amor crucificado. La
entendió a pesar de lo original de su forma; a pesar de que el ánimo de don Josemaría
barruntaba una entrega al Señor por caminos diferentes. La entendió con la apertura de
los que saben distinguir la Presencia de Dios en un alma por encima de todos los matices.
Durante algún tiempo, don Josemaría tuvo en su poder el libro de Mercedes Reyna, aquel
pequeño cuaderno en el que anotaba sus intuiciones de Dios, su silencio y su entrega.
Posteriormente me lo dio a mí, por considerar justo que estas notas de un alma elegida
quedaran dentro de nuestra Comunidad. Yo lo conservo como una Reliquia.
Cuando fui nombrada Maestra de Novicias, cargo que he ocupado durante veintiún años, don
Josemaría venía muchos domingos a vernos. Teníamos la casa-noviciado en el Paseo de la
Habana de Madrid y había allí un campo muy grande y una huerta hermosa. El venía, con
otro sacerdote, don Norberto Rodríguez García que también le ayudaba en la capellanía
del Patronato de Enfermos. Era un sacerdote mayor y enfermo que vivía en lo que fue
Patronato antiguo. Yo creo que don Josemaría le llevaba para poder ayudarle: para que se
sintiera útil y apreciado. Hablaba con él y le hacía pasar un buen rato. Y es que,
dentro de su enorme actividad diaria, don Josemaría no parecía tener prisa. Lo hacía
todo con sencillez y con paz. Yo diría, con el candor de los que descubren constantemente
el atractivo del amor a Dios y al prójimo.
Yo recuerdo sus visitas, durante aquellos años de Noviciado, al caer la tarde de los
días de fiesta. Eran visitas informales porque don Josemaría no tenía encomendada
ninguna tarea concreta en el Noviciado. Vendría porque le agradaría e indudablemente
movido por su desbordante celo apostólico y nosotras lo aprovechábamos para compartir
con él las preocupaciones de la formación espiritual: de llevar a las almas a la
perfección. El tenía un gran interés en ayudarme, en que nuestra Fundación fuese
verdaderamente algo sólido, macizo. Me decía: "Esto es lo que dura y lo que ha de
ser perdurable, que los cimientos estén bien". Hablábamos siempre de cuestiones
espirituales, pero con gran sencillez y simpatía. Con un ánimo extraordinariamente
luminoso y claro.
Durante muchos años después, he oído hablar del Opus Dei y de don Josemaría, pero sin
volver a verle. Ahora veo que sus hijos recogen piadosamente los testimonios de aquéllos
que compartimos, en el primer fervor de su ministerio sacerdotal, su alegría, su
dedicación, su hondo sentido sobrenatural. Yo también siento la paz y la gratitud de
haberle conocido y de poder comunicarles, muchas de las virtudes de su Fundador.
Quiero dejar constancia de su ayuda, de su comprensión. El contagioso fervor de su
dedicación a Dios. Su entrega incondicional a los enfermos y necesitados. Su amistad
cordial, luminosa y sencilla con todos cuantos se acercaban a él. La llaneza de su trato
y la alegría con que condicionaba su modo de buscar la santidad.
Y quiera el Señor que entre todos contribuyamos a que la Santa Madre Iglesia le cuente en
el número de sus santos,
Asunción Muñoz González
Daimiel, 25 de agosto de 1975
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