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Cardenal José María Bueno Monreal (Arzobispo de Sevilla)

Autor: José María Bueno Monreal
Categoría: Testimonios

Texto

Mi primer encuentro con Monseñor Josemaría Escrivá Balaguer fue enteramente ocasional. Le conocí en la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza un día de septiembre de 1928. Desconozco el motivo exacto por el cual se encontraba en Zaragoza aquel día, pues en esa época tanto él como yo vivíamos ya en Madrid. Quizá se debiera, según he podido informarme más tarde, a que acompañaba a examinarse en Zaragoza a unos alumnos suyos de Derecho en Madrid. Sea lo que fuere, coincidimos aquel día en la Universidad, mientras yo esperaba la convocatoria de unos exámenes.

Yo vivía entonces en Madrid, pero acababa de trasladar mi expediente académico desde la Universidad Central a Zaragoza, y allí debía rendir examen de unas cuantas asignaturas de la carrera de Derecho. Comencé la carrera de Derecho cuando regresé de Roma, en julio de 1927, porque decidí añadir a los grados obtenidos en Derecho Canónico, los del Derecho civil español. Formalicé la matrícula enseguida y, en septiembre de aquel mismo año, me examiné en Madrid del preparatorio de Derecho. En junio de 1928 hice cinco asignaturas, según creo recordar: Derecho Natural, Romano, Historia del Derecho, Derecho Canónico y Economía. Pero el curso escolar había sido muy agitado: en la Universidad de Madrid, por aquel tiempo, eran muy frecuentes las huelgas y las algaradas políticas estudiantiles; esta situación y el sectarismo anticlerical de algún catedrático me decidieron a seguir la carrera como alumno libre de la Universidad de Zaragoza. Allí me examinaba en las convocatorias de septiembre de cada curso, como en efecto hice a partir del mismo año 28 hasta terminar la carrera en 1930. Por este motivo pude conocer a Monseñor Escrivá de Balaguer, Josemaría, como le he llamado siempre desde aquel momento; Josemaría, a su vez, me llamaba Pepe, que era el apelativo familiar que usaban los míos.

Cuando nos conocimos, éramos dos sacerdotes jóvenes y un sencillo saludo bastó para comenzar nuestra amistad. Nos explicamos brevemente nuestra respectiva situación, nos dimos las señas de Madrid y quedamos en vernos allí más a menudo. Sin embargo, ahora, no recuerdo con precisión cuántas veces nos veríamos en Madrid en el tiempo que medió entre nuestro encuentro y la guerra civil española del año treinta y seis. Lo cierto es que, cuando lo volví a ver en Madrid en el año 1939, recién acabada la contienda, yo conocía su celo apostólico y sabía algo de la labor que llevaba entre manos. Retengo algunos recuerdos que, sin duda, corresponden a su actividad durante esos años: el nombre de la Academia Cicuéndez, en la que Josemaría daba clases de Derecho Romano; la Residencia de Ferraz, donde creo haber comido con él alguna vez, y que quedó destruida durante la guerra, en el asedio de Madrid; y me parece que responden también a esos años anteriores a la guerra civil las primeras conversaciones que sostuve con Josemaría -siendo yo todavía Teniente Fiscal en el Tribunal eclesiástico de Madrid- acerca de la Obra.

Por aquellos años, en Madrid, residí en San Andrés de los Flamencos, con un tío mío, Rector de esa antigua y famosa Fundación y, además, Auditor y Decano de la Rota. Desde octubre de 1927 fui profesor en el Seminario de Madrid. Después fui nombrado Fiscal General, al ser designado Provisor de la diócesis D. Heriberto Prieto. Mi actividad, durante estos años, transcurría, pues, por unos cauces muy precisos y, aunque poco a poco me fui introduciendo en el ambiente diocesano de Madrid, en los primeros tiempos tuve poco contacto con otros sacerdotes: celebraba Misa en San Andrés de los Flamencos -luego en el Asilo de San José- donde además tenía bastante confesonario y predicaba, daba mis clases en el Seminario y estudiaba. Posteriormente el estudio fue sustituido por las horas de oficina en el tribunal eclesiástico. El ritmo igual de aquellos días, por otra parte tan confusos en el orden social y religioso, el desbarajuste que les siguió con motivo del conflicto civil, y la distancia que me separa de aquellos días, no me permiten delinear el trato que, sin duda, seguí manteniendo durante este tiempo con Josemaría.

El motivo de nuestro reencuentro, en febrero o marzo de 1940, lo recuerdo bien. En aquellos días Josemaría estaba tramitando el alquiler de la casa de Diego de León, 14, con el Marqués de Donadío. Este, para cerrar el contrato, le pedía algún documento del Obispado, un aval, en el que se reconociera su personalidad. Y un día vino a verme a mi oficina del Obispado, que estaba instalada en una enorme habitación que se había adaptado provisionalmente para este fin. Me expuso la cuestión y yo mismo pude resolverla en el momento.

Poco después me invitó a comer a una Residencia que había instalado -sin dinero, pero con la fe y optimismo que tuvo siempre- en la calle de Jenner. En este lugar, desde octubre de 1939, recomenzó la labor que había iniciado en la Residencia de Ferraz, destruida en 1936. Era sólo una residencia de estudiantes, un medio para realizar su labor con estudiantes universitarios, como venía haciendo desde hacía años.

Allí, en un ambiente de familia, cada uno de los residentes, junto con otros muchos estudiantes universitarios, aparte de los estudios que hacían en la Universidad o en las Escuelas Especiales de Ingeniería y Arquitectura, recibían una formación espiritual profunda.

Josemaría vivía con su madre y sus hermanos en el piso primero, en el que además estaba instalado el comedor de la residencia. Los estudiantes ocupaban otro piso, dos plantas más arriba. Su madre y su hermana Carmen, con gran sacrificio, llevaban la administración del centro. La actividad de Josemaría por entonces, lo mismo que antes de la guerra, era desbordante. Desde aquel pequeño piso dirigía los medios de formación espiritual de los residentes y de otros muchos estudiantes que frecuentaban la residencia. Pero podríamos decir que esa labor era lo de menos, pues alentaba, a la vez, con su presencia, el desarrollo de la labor del Opus Dei en diversas capitales de provincias españolas, haciendo frecuentes viajes. En cada una de estas ciudades predicaba y atendía a otros cientos de muchachos, personas mayores y sacerdotes, sin más instalación, a veces, que el cuarto del modesto hotel donde se alojaba. En aquellos años, el número de tandas de ejercicios, predicadas por él, especialmente a sacerdotes, fue enorme. En Madrid, además, atendía muchas otras cosas y actividades, y era Rector del Real Patronato de Santa Isabel.

De esta época, la imagen de Josemaría que se me ha quedado grabada es la de un sacerdote que se salía de lo habitual; algo fuera de lo ordinario. Estaba totalmente entregado a la tarea que Dios le había confiado. Yo me daba cuenta de la profundidad y la fuerza con que tenía presente la santificación de los laicos. Promovía, con toda la energía de que era capaz, la santidad de todos los que encontraba en su camino; y tenía mucha energía, intelectual y humana, y, sobre todo, sobrenatural, que era la que, en definitiva, ponía en marcha y sostenía sus fuerzas físicas y morales.

Muchas veces me habló de que todos teníamos que esforzarnos por llegar a la santidad. Me decía que, en estos tiempos que vivimos, ya no podíamos contentarnos con las actividades promovidas o dirigidas por religiosos o sacerdotes: era el momento de los laicos. A los laicos correspondía llevar el sentido cristiano de la vida a todo tipo de actividades humanas, desempeñando todo bajo su personal responsabilidad, sin servirse de la Iglesia, sino sirviendo a la Iglesia. A nosotros, los sacerdotes, nos correspondía el deber de servirles para que fueran hombres y mujeres santos, con doctrina, con formación suficiente para realizar su propia y específica tarea, y, sobre todo, facilitarles los medios sobrenaturales -los sacramentos- para que se santificaran realmente en su sitio, santificando así su profesión. Se trataba de santificar el mundo y santificar la función social en el mundo, desde dentro, desde el mundo mismo.

En resumen, puedo decir que el Padre me hablaba con gran claridad, ya por entonces -en los años cuarenta-, de lo que luego ha recogido el Concilio Vaticano II en la “Lumen Gentium” y en el “Apostolicam Actuositatem”, y ha venido a ser doctrina común. Él tenía ya perfilada claramente una sólida espiritualidad laical; lo que debía ser la santidad del laico en medio del mundo. La claridad de sus ideas hacía que tuvieran gran fuerza de persuasión. No sólo eran cosas que él veía con nitidez; hacía que lo entendieran perfectamente e incluso que llegaran a comprometer su vida en aquel empeño, hombres y mujeres de toda edad y condición, desde los intelectuales hasta los trabajadores manuales.

Josemaría tenía una gran humildad. Había entendido y ponía en práctica un estilo de conducta apostólica que, en aquellos tiempos, contrastaba grandemente con el estilo y la conducta apostólica comunes. Huía de lo que luego, durante el Concilio, hemos llamado “triunfalismo”. Como el fermento escondido que desaparece en la masa, así era él y así quería que fueran los que le seguían: sencillos, con una naturalidad que les llevara a santificarse en lo suyo, en su profesión, en su oficio, en el ejercicio de su trabajo, día a día, sin buscar el aplauso, por amor a Dios, que está de continuo junto a nosotros, que nos considera hijos suyos, y que hace que lo seamos verdaderamente. ¡Cómo insistía en esta verdad de fe!

Él vivía su sacerdocio de ese mismo modo. No pretendía ningún cargo ni distinción. Lo único que quería es que le dejaran darse y trabajar sacerdotalmente. Salvo el desempeño celosísimo del cargo que le permitía la incardinación en Madrid, el resto de su actividad estaba dirigida -con el conocimiento y la aprobación, desde el primer momento, del obispo de Madrid-Alcalá, D. Leopoldo Eijo y Garay- a realizar este apostolado: su misión. Fue un sacerdote que, al no estar en una parroquia, o en la Curia, o en la Catedral, quizá no fuera conocido directamente por muchos sacerdotes de la diócesis de Madrid. Sin embargo, gozaba de gran prestigio y era muy querido por la juventud, sobre todo por los estudiantes. También era muy estimado por los muchos sacerdotes que trataba, ya como colaboradores en el trabajo ministerial, ya por razones de amistad personal, como sucedía conmigo.

El nacimiento y desarrollo de la Obra estuvo empapado por esta conducta llena de humildad. Era su deseo, de haber sido posible, que la Obra no tuviera ni nombre -”Deo omnis gloria”- porque la mayor gloria de la Obra era no tener gloria humana. Josemaría no hacía ostentación de su labor, no anunciaba ni pregonaba las cosas del Opus Dei. No guardaba, sin embargo, ningún secreto. Hablaba con naturalidad y sencillez y, cuando se le oía, se descubría que indudablemente estaba haciendo una labor importante; nueva, muy nueva. Yo me daba cuenta perfectamente de la buena esperanza que se hacía posible con aquella Obra de Dios, pero no alcanzaba a comprender en aquel momento que traspasara los límites del quehacer personal de un sacerdote celosísimo. Algunos -y quizá no todos con buena voluntad y recta intención- tomaron entonces por secreto lo que era humildad y ganas de ser eficaz en el trabajo, imitando a Cristo en sus treinta años de vida oculta, o imitándole en aquella actitud que, en palabras de Isaías, da a conocer San Mateo: “Haré descansar mi espíritu sobre él, anunciaré el derecho a las gentes. No disputará ni gritará, nadie oirá su voz en las plazas” (Mt. 12, 18-19).

Hay que tener en cuenta que lo habitual entonces era la propaganda, los letreros, las estadísticas de los socios, dar cuenta de los éxitos apostólicos, de los actos celebrados: lo que luego, como antes decía, hemos llamado “triunfalismo”. A Josemaría lo que le gustaba era la labor callada, humilde y eficaz en servicio del Señor y de las almas, huyendo de todo pago o brillo humano.

La estrecha amistad que se había ido fraguando con Josemaría dio lugar a que confiase en mí una delicada tarea de gran importancia para la Obra, que iba desarrollándose extraordinariamente en aquellos años. Presté así mi colaboración en la formación doctrinal-teológica de aquellos primeros socios. Debió ser durante el curso escolar 1940-41, o en el siguiente, cuando dirigí un curso de formación teológica básica a los alumnos universitarios de la residencia que se instaló en la tercera planta de Diego de León. Eran muchachos que hacía poco que habían pedido la admisión en el Opus Dei y estaban en un periodo de formación intensa. Pero, lo más importante es que me encargué entonces también -con un buen cuadro de profesores- de la formación teológica de los que serían, en 1944, los tres primeros socios del Opus Dei sacerdotes: D. Álvaro del Portillo, D. José María Hernández de Garnica y D. José Luis Múzquiz. Quería Josemaría que estos estudios los hicieran con el mismo rigor y altura que habían hecho sus estudios civiles -cada uno de ellos tenía dos doctorados-, y así fueron cursando una por una las disciplinas propias de los estudios seminarísticos.

Los tres llevaban ya una preparación humanística y científica de mucha categoría, y trabajaron muy intensamente en las disciplinas de la carrera eclesiástica. A mí se me hizo muy grato este trabajo: iba a Diego de León dos o tres veces por semana y les daba clase de Teología Moral. Otros profesores fueron -si no recuerdo mal- D. Máximo Yurramendi, que les daba Dogma; Fray José López Ortiz; D. Emilio Enciso Viana, que debió dar Sagrada Escritura; López Gallego debió explicar Filosofía. También dio clases Joaquín Blázquez y algunos dominicos, como el P. Silvestre Sancho, que fue Rector de la Universidad de Santo Tomás, el P. Severino García, que sería más tarde Decano de Derecho Canónico en el “Angelicum”; un claretiano, el P. Permuy, y otros. En fin, el Padre seleccionó un amplio cuadro de profesores para los futuros sacerdotes de la Obra, pues quería que fueran competentes y doctos. Lo consiguió plenamente y buena prueba de ello es el servicio que cada uno ha prestado -o está prestando- a la Iglesia.

Durante este tiempo iba yo con mucha frecuencia por Diego de León, y pude hacerme una idea muy exacta de la personalidad y espíritu, o más bien del estilo y modo de hacer, propios del Opus Dei. Lo que más me ganó desde el principio fue comprobar el afecto entrañable que Josemaría, el Padre -porque lo era realmente y de un modo muy visible-, tenía por sus hijos, y ellos por Josemaría. Allí había un ambiente de familia, de cariño y cordialidad que era un encanto. Estaba presente en todo momento y en toda actividad: también en las clases, sin que éstas perdiesen altura y seriedad. Quizá por esto guardo tan buen recuerdo de aquellas lecciones que di durante ese tiempo.

Muchas veces el Padre me invitaba a comer y teníamos después un breve rato de tertulia, a veces con los chicos que vivían allí. Detalles de su personalidad o anécdotas que pongan de manifiesto sus virtudes, no recuerdo ahora, pero Josemaría, tratado así, de cerca en la intimidad, todo él -su presencia, su tono, su manera de ser-, era una anécdota, un suceso entrañable. Era un hombre de una vitalidad extraordinaria: era un aragonés -también en el vigor de su carácter- extraordinario. Era todo un carácter, como decimos los hombres de mi tierra. Al mismo tiempo tenía un gran corazón que le daba una gran capacidad de cordialidad. Su amistad era abierta a todos. Había una plena armonía entre las virtudes humanas y su vida cristiana. La caridad era amor a Dios y a los hombres. Hablaba de Dios y de cosas muy altas del espíritu, llegando al corazón del interlocutor, que quedaba encendido, consolado o animado. Por lo general, al menos ésa es mi experiencia personal, dejaba que hablaran los hechos de su vida, de su Obra, y si alguno no captaba ese callado lenguaje, ese dialogar continuo de las obras (porque se negaba a entenderlo, por prejuicios o por mala información, etc.), sólo entonces, con claridad (y si hacía falta con energía, para despertar el entendimiento), hacía patente esa realidad noble y divina de unas obras manifiestas a todos. Esta confianza en el lenguaje de los hechos era posible porque Josemaría vivía lo que predicaba, ponía por obra lo que aconsejaba y hacía que en el Opus Dei -hasta en los detalles más pequeños y materiales- todo estuviera de acuerdo con el espíritu que debía difundir sobre la tierra. Por todo ello, las virtudes sobrenaturales de Josemaría las veíamos sobre todo a través de las virtudes humanas. Una anécdota, insignificante quizá, pueda esclarecer lo que digo. Debió suceder en un día especialmente festivo, en el que me había invitado a comer a Diego de León con alguien que no recuerdo bien quién era. Su doctrina acerca de la caridad, que es cariño, y de la amistad que lleva a pensar en los demás, en hacer la vida grata a los que nos rodean, estaba plasmada en aquella mesa. Si a ello unimos el que cualquier virtud debe vivirse hasta en los más pequeños detalles materiales, podíamos decir que el orden de los cubiertos y platos, el aderezo de la comida, todo, desde las muchachas que nos servían con toda atención y corrección, hasta los manteles -¡todo perfecto!-, eran una lección de respeto a los demás y de caridad. Pero yo me daba cuenta que hacer las cosas así era entonces y todavía en parte lo es hoy, una novedad y pensé que el otro invitado podía entenderlo mal. Conociendo a Josemaría quise obtener de él una explicación, que por otra parte yo ya no necesitaba; sabía muy bien que la habitación en que vivía y trabajaba era pequeña; su cama -una especie de pequeña litera- estaba allí en un rincón, etc. Conocía cómo vivía pobremente, sencillísimamente. Recuerdo que él, de inmediato, me interpeló: “Pero bueno, Pepe, ¡no te creerás que comemos siempre así!”. Es difícil recoger por escrito el gesto, el tono “aragonés” que tan bien conozco por ser de la tierra, la profunda sinceridad de sus palabras que no admitían dudas sobre la veracidad de lo afirmado, y el buen humor que allanaba la conversación impidiendo cualquier tipo de tensión o dificultad para proseguirla. A partir de ese “grito”, la lección que estaba dando la materialidad del comedor se entendía perfectamente.

Con Josemaría siempre me he conducido con gran confianza. En especial, si había algo en su modo de obrar o en su labor apostólica que no acababa de comprender yo “provocaba” la explicación correcta de aquellos hechos que por sí solos, no decían todo el rico contenido que, sin duda, llevaban dentro. Luego me referiré a algún tema que con él he tratado con toda sinceridad, abiertamente, en Roma. Ahora pretendo resaltar la perfecta conjunción que existía en Josemaría entre lo humano -con toda la plenitud de humanidad que, por temperamento y por virtud, se daba en su caso-, y cualquiera de las virtudes sobrenaturales, también las teologales; pues creo que es una de las notas características de su personalidad. Estoy persuadido de que vivía las virtudes sobrenaturales en grado heroico, pero en mi recuerdo han quedado grabados los gestos humanos que servían de vehículo: era una verdadera lección de vida que, en mí -y supongo que en tantos amigos e hijos suyos-, dejaron profunda huella. Por otra parte, ya llegará el momento en que, quienes deban hacerlo, hagan los estudios pormenorizados de estas virtudes que laten en estos gestos que ahora reseño, y llegará a formularse un juicio definitivo de la Iglesia sobre el grado eminente de santidad que alcanzó en su vida.

Es posible que alguno, que le conociera menos que yo, no entendiera la fortaleza de su carácter, moderada siempre por la cordialidad y el afecto que rezumaba siempre su corazón, porque hay quienes tienen la idea, equivocada, de que un hombre de Dios ha de ser melifluo o beatífico, y hasta fácil de manejar. Creo que ante el Padre nadie se podía encontrar cohibido; antes bien todo lo contrario. Yo siempre me he sentido animado a exponer mis puntos de vista, y él los escuchaba siempre con respeto y, cuando eran razonables, los tenía en cuenta. Jamás he visto que cualquiera de sus hijos, o de los amigos, le tuvieran temor reverencial o se sintiesen distanciados. Por el contrario, me ha llamado la atención la presteza con que todos se sentían atraídos por la amabilísima presencia de Josemaría; por eso no costaba ningún esfuerzo llamarle, afectuosamente, Padre.

Aunque me he apartado un poco del hilo del relato, no creo inútil esta disgresión, pues explica, quizá, el agrado con que colaborábamos durante los años cuarenta en todo cuanto nos pedía. También explica -a mi modo de ver- la base humana de ese rápido desarrollo de la labor apostólica del Opus Dei durante aquellos años en que vi acercarse a la Obra abundantes y selectas vocaciones, no sólo en Madrid, sino en las principales provincias españolas. El trabajo de Josemaría era callado, pero tenaz, constante y alcanzaba a hombres y mujeres, a profesionales de muy diversos niveles y situaciones sociales, también a sacerdotes. Es admirable cómo podía multiplicar su tiempo.

En aquellos años habló con muchísimos personajes de la vida eclesiástica de entonces. Lo sé porque muchas veces me pedía que estuviera junto a él durante alguna visita, o que acompañara al visitante, cosa que yo hacía, cuando podía, con muchísimo gusto. Recuerdo que iba con frecuencia por Diego de León D. Pascual Galindo. También vi por allí a D. Rufino Aldabalde y a D. Casimiro Morcillo. Una vez estuvimos comiendo con el Cardenal Gouveia, de Lourenço Marques. En fin, mucha gente que ahora no voy a seguir enumerando.

Entre los que más le apreciaron en aquel tiempo merece un lugar destacado, sin duda alguna, D. Leopoldo Eijo y Garay, Obispo de Madrid. Fue una amistad que nació ya en los comienzos de la labor de Josemaría en Madrid. Josemaría le trataba con confianza, muy filialmente, y D. Leopoldo le tenía un gran cariño. El Patriarca me habló varias veces del Padre. Recuerdo especialmente que, un día, me contó la visita que le hicieron unos religiosos, y cómo le había defendido, poniendo las cosas en su justo punto. Sin embargo, la mejor señal de su aprecio fue su insistencia para que, en 1941, el Padre tramitara la instancia solicitando la aprobación de la Obra.

No tengo recuerdo detallado de las incomprensiones y calumnias que sufrió Josemaría en estos años que lo traté en Madrid. Conservo una idea global de lo que se decía, de la actitud de algunas personas contra su labor y, desde luego, de la actitud de Josemaría ante estas cosas y su manera de conducirse en estas contradicciones y en las que le acompañaron hasta el final de su vida. Yo mismo me admiro ahora de poder afirmar que no le vi nunca preocupado; es decir, nunca noté que pudiera pasar por un momento difícil. No hay duda de que su fe en Dios, su esperanza en el auxilio de su Padre Dios y, en consecuencia, su alegría y su humor, le permitían, no sólo no perder la paz, sino contagiar a los demás esa enorme confianza en que se cumpliría lo que Dios quería: todo era para bien. Tenía una esperanza fuerte y segura.

Esto no quiere decir que no sintiera todas estas cosas. Era muy humano y tenía corazón. Pero le dolía más por el daño que esas cosas pudieran hacer a la Iglesia, y a los que trabajaban con él, muchos de los cuales, en los primeros tiempos, eran gente joven. También lo sentía por los calumniadores, porque ofendían a Dios y ponían en peligro su alma. Recuerdo habérselo oído comentar, con aquella fuerte manera suya de ser y con su corazón grande. Si alguna vez me habló de asuntos de éstos, jamás lo hizo acusando a nadie, ni con amargura, sino lleno de comprensión.

Es este un capítulo en el que, quizá Josemaría encontró ocasión de madurar, creciendo en la práctica heroica de la caridad. Por otra parte, los juicios que corrían, o eran contradictorios con el comportamiento de Josemaría y su rectitud en la dirección de la labor de la Obra, o eran interpretaciones torcidas de realidades nobles. Yo, por otra parte, no prestaba mucha atención, porque la falta de categoría de todo aquello desprestigiaba -a corto o a largo plazo- a quien lo promovía.

En aquel entonces, las asociaciones seglares tenían finalidades de tipo cultural, asistencial, o social. Por eso, había gente que se preguntaba qué hacían los del Opus Dei: se negaban a aceptar la verdad llana y lisa. No entendían que era una escuela de santificación seglar, que enseñaba y ayudaba a los laicos a santificarse en medio del mundo, dejando a su libertad responsable la vida cultural, asistencial, social y, en especial, la política. A bastantes personas les costaba entender estos fines exclusivamente sobrenaturales y apostólicos de la Obra. En aquella época -estaba aún lejos el Vaticano II-, la santificación de los laicos en medio del mundo era, para algunos espíritus menos preparados, algo tan novedoso que parecía herético.

Después de estas incomprensiones vinieron también claras calumnias, basadas en actitudes de recelo o sospechas de ocultismo y herejía, que pudieron prosperar por un tiempo. Sólo me referiré, sin entrar en detalles, que he olvidado, a la acusación de que el Opus Dei pretendía copar las cátedras de la Universidad para hacerse con el dominio ideológico del país. Una enormidad así sólo podía ser aceptada por quien hubiera dado por válida previamente la acusación de ocultismo o masonería..., y tuviera además una calenturienta imaginación. Pero circuló con insistencia por unos años. En esto ya no estaban sólo “los buenos”. Los que no lo eran tanto les coreaban, tratando de quitar a unos ciudadanos católicos, con buena formación y con tan buenos títulos como los demás, el derecho a ejercer su profesión como bien quisieran y pudieran.

En junio de 1944, cuando terminaron la preparación teológica, se ordenaron los tres primeros socios de la Obra. Aunque yo intervine muy poco en los estudios de la siguiente promoción, seguía mi trato con Josemaría durante el curso 44-45.

A finales de 1945 fui preconizado Obispo de Jaca. Mi consagración episcopal tuvo lugar en Madrid, el 19 de marzo de 1946. Era tal mi amistad con Josemaría que, después del banquete protocolario, fui a Diego de León a pasar la tarde, celebrando tanto mi consagración como nuestra onomástica. Tuvimos un rato de charla y salimos luego a dar un paseo.

En junio de 1946 hizo Josemaría su primer viaje a Roma. Estaba muy afectado por la diabetes, pero fue, por considerar que su presencia era necesaria en la Ciudad Eterna. En cierta ocasión, no sé si fue ya por entonces o más adelante, me habló de la conveniencia de establecer su residencia en Roma de modo definitivo. Había varias razones para ello. Quizá la principal era que, por fin, había llegado el momento de pedir a la Santa Sede -como preveía hacía dos años- una aprobación definitiva.

Otra de las razones que tuvo para fijar su residencia en Roma fue, según me dijo, apartarse discretamente del ambiente español, que seguía lleno de enredos y de incomprensiones hacia su persona y, en consecuencia, dificultaba su labor. Esto le dolía a Josemaría. Por buen cristiano y por hombre de bien, tenía una idea cabal del patriotismo y amaba a su patria entrañablemente. Además, Dios quiso que en España el Opus Dei diera sus primeros pasos. Con el transcurso del tiempo aparece más claramente la mano providencial de Dios en los acontecimientos de los hombres. En el caso al que mes estoy refiriendo, el fijar su residencia en Roma ponía más de manifiesto que la Obra no era algo local sino universal, católica, desde su nacimiento.

Entre los años 1946 y 1948, nada más acabar la tremenda guerra mundial, que había frenado forzosamente la expansión de la Obra, el Opus Dei se extendió a muchos países. Y convenía que, ni en apariencia, el Opus Dei fuera otra cosa que universal, católico, ecuménico y, por tanto, romano, como solía decir.

Por todas estas razones, y por otras que pudiera haber, comenzó una nueva etapa de su vida muy importante. Importante por lo extensa, pues fueron muchos los años que vivió en Roma. Importante por los hechos romanos que le tocó vivir, que siguió de cerca y no le fueron ajenos en absoluto. E importante también para el Opus Dei, porque su presencia en los ambientes eclesiásticos romanos, siempre actual, fue a la vez tan discreta como lo había sido en Madrid. Esto le permitió servir a la Iglesia con un trabajo callado e intenso, y llevar a cabo el Opus Dei, sin desviarse de lo que constituía y daba sentido más hondo a su vida. Su puesto en Roma -atalaya del mundo cristiano- le facilitó también vigilar y prevenir escollos que podrían haber desfigurado la Obra de Dios.

Durante los años cincuenta y sesenta, cuando iba a Roma, solía llamarle. Enseguida venía alguien de los que trabajaba con él y me invitaba a pasar el día en el Colegio Romano. Charlaba un rato con él. Lo mismo hacía con Álvaro, o con José María Hernández de Garnica, si estaban por allí. Otras veces me invitaba a ver alguna película en el salón de actos. En fin, pasaba junto a Josemaría y los suyos un día que me recordaba, que actualizaba, aquellos años de relación íntima en Diego de León. Todo, naturalmente, con menos frecuencia y más brevemente, pero con no menos calor e intensidad.

Además, el trato epistolar fue continuado hasta el final de su vida. Desde que fui Obispo, primero de Jaca, luego, Vitoria y, por último, en Sevilla, he podido ir siguiendo su vida en Roma a través de estos contactos directos o epistolares. He conversado con él sobre muchos temas. Algunos de verdadera importancia eclesial, como los tratados durante el periodo del Concilio Vaticano II. A todo ello quiero referirme ahora al testimoniar sobre algunos hechos de esta época, significativos, para mí, de su virtud y de su servicio a la Iglesia.

Fijar su residencia en Roma fue, como ya he dicho, muy bueno y conveniente para el Opus Dei. Pudo dedicarse de lleno a dirigir esta Asociación en expansión por todo el mundo. Y consiguió atraerse, con su simpatía, vitalidad e intensa laboriosidad y presencia constante, el reconocimiento y el respeto hacia la Obra de tantos hombres de Iglesia, entre los que hay que señalar una lista interminable de Obispos de todo el mundo y Cardenales. No sé cuántos prelados habrán pasado por aquella casa de Bruno Buozzi: ¡cientos! Cuando el marchó a Roma, la Obra era prácticamente desconocida en los ambientes de la Santa Sede; cuando ha fallecido, los múltiples testimonios que tantos hombres rectos han dado -algunos recogidos en la prensa mundial- hablan por sí solos de esta labor suya en el corazón de la Cristiandad.

Josemaría tenía una fe recia y vigorosa. En esa adhesión a la totalidad del contenido de la fe -sin la menor quiebra- creo que destacaba su fe en la Iglesia. Y dentro de este tema, su fe incondicional al Magisterio Eclesiástico, ordinario y extraordinario. Esta fe se hacía confianza, esperanza: siguiendo la doctrina de la Iglesia Católica veía resueltos todos los problemas de la Humanidad. Su amor a la libertad no encontraba obstáculo a la hora de obedecer pronta y fielmente al Papa. Tenía la más rendida obediencia hacia la Jerarquía. Partía del convencimiento absoluto, íntimo y sobrenatural de que siempre había de encontrar acogida afectuosa en la Sede Apostólica y, en general, en la Jerarquía ordinaria en comunión con Pedro. Esto le llevaba a tener una sumisión absoluta a la Iglesia. Cualquier indicación o invitación a colaborar en asuntos concretos, le encontraba siempre disponible, y si no tenía materialmente tiempo, brindaba la colaboración de sus hijos, (en especial Álvaro del Portillo, que tanto trabajo ha realizado en servicio directo de la Santa Sede, antes, en y después del Concilio). Llevado por este deseo de trabajar en cuanto se le pedía, aceptó ser consultor de varias Congregaciones, y tomó parte e intervino con varios trabajos en el Concilio Vaticano II. En relación con este trascendente hecho eclesial estuvo muy pendiente de la marcha y desarrollo de las sesiones; daba su opinión sincera a los que se la pedían, acerca de los diversos temas. En fin, su confianza, su sumisión a la Iglesia y a la doctrina y decisiones de gobierno y disciplina, y su colaboración con la Sede Apostólica, eran absolutas en todo momento.

Esta fe y obediencia estaba conectada con todas las demás virtudes, como no podía ser menos, y por tanto era compatible con la prudencia, la justicia, fortaleza y desde luego, con la caridad ordenada, con el amor. Por ello, de un modo totalmente coherente con lo anteriormente dicho, sabía hacer ver en la Curia Romana con presteza y mucho acierto lo que no iba bien encauzado, lo que se torcía, lo que necesitaba corrección, tanto en la dirección y gestión de determinados asuntos generales como en las personas. Por ejemplo, yo le oí decir, hace muchos años, que había presentado ante la Santa Sede un escrito sugiriendo reformas sobre algunos procedimientos de la antigua Congregación del Santo Oficio, que consideraba atentatorios para la dignidad humana.

Me parece oportuno y justo destacar, al hablar de su amor a la Iglesia, que su absoluta sumisión a ella la hizo compatible con su deber de no declinar sus responsabilidades ante Dios: quiso siempre hacer valer con respeto la verdad y el derecho, aunque ello implicara para él nuevos trabajos y sacrificios.

Muchos fueron los temas de nuestra conversación personal a lo largo de estos años romanos, en los que tuve ocasión de visitarle con frecuencia. No me es posible recogerlos ahora, ni los recuerdo con detalle suficiente para trasladarlos a este escrito. Sin embargo, ahora recuerdo que en una ocasión hablamos del Marquesado de Peralta. Hacía poco que le habían reconocido los derechos a este título nobiliario perteneciente a sus antecesores. Yo no le pregunté nada, pues me parecía perfectamente natural que reivindicase unos derechos familiares, pero él me dijo un día: “Mira, habrás oído decir...”. Yo le interrumpí para decirle que no necesitaba ninguna explicación. A pesar de esto continuó hablando porque, quizá, había algunas personas que no lo comprendían, y me explicó que se trataba de salvar algo que pertenecía a su familia: eran unos derechos que había adquirido para transmitirlos a su hermano en cuanto fuese oportuno. La conversación fue breve porque era una cuestión clara para mí: sabía yo perfectamente que a Josemaría no le interesaban títulos ni honores para sí. Con aquel gesto trataba de cumplir un deber de justicia y de agradecimiento por todo cuanto su familia había sacrificado generosamente en los comienzos de la Obra y en los años de su primer desarrollo.

Como todo hombre de Iglesia que ha llevado a cabo en su vida una gran labor en servicio de las almas, el Padre fue piedra de escándalo para algunas personas, porque no se entendía la espiritualidad nueva, tan secular, que vivió e hizo germinar en otros muchos. Otros -entre los que quiero incluirme, y no por humildad, sino porque comprendo que es así- lo hemos podido considerar, en determinadas ocasiones, como demasiado exigente, excesivamente audaz; nos parecía que iba demasiado deprisa, con una fortaleza y magnanimidad desconcertantes. Quienes le estimábamos pensábamos que debía moderar sus ímpetus si no quería fracasar (yo en alguna ocasión le he hablado con este motivo a propósito de alguna cuestión concreta: a él o a sus hijos); quienes le observaban para la crítica envidiosa, interpretaban de modo injusto y calumnioso, tachaban de ambición, o deseo de poder, ciertos actos suyos. Pero tanto unos como otros -quizá lo comprenda ahora con una nueva claridad- no hemos considerado tal vez suficientemente la distancia, los años luz, que separan los actos y pensamientos de los hombres que Dios elige para una misión suya, de los actos y criterios prudenciales de los que, de ordinario, nos movemos dentro del quehacer ordinario de la Iglesia; y ello por no distinguir la diferencia que hay entre plantear la vida y las obras según nuestro leal saber y entender, y el planteamiento de la vida y de las obras según el entender la lógica de Dios; en una palabra, nos olvidamos con frecuencia de la distancia que separa a la vida y obras sobrenaturales por su origen, de las que lo son por los buenos fines que persiguen y los medios que emplean.

A este olvido se suma, además, en el caso de Josemaría otra razón. Algunos hombres de Dios, que uno ha tratado en su vida, o cuyos hechos nos son conocidos por la hagiografía, nos parecen tan metidos en su misión y en Dios y con tal cúmulo de virtudes que su sola presencia o recuerdo obliga a entrar en un ámbito trascendental, son personas que crean a su alrededor una tensión espiritual especial en la que lo más inesperado o diferente parece normal. El Padre por su gran humanidad, por su simpatía arrolladora y su buen humor, por la comprensión y el cariño que manifestaba en el trato con todos, con un respeto exquisito por los demás, por el conjunto de virtudes humanas que vivía y que le hacían humanísimo, disimulaba, de alguna manera, esa distancia real, a la que verdaderamente estaba, de su interlocutor. Su conversación ordinaria era sencilla, de amigo a amigo. En todo esto me ha parecido muy semejante a Teresa de Ávila, si se tiene en cuenta el testimonio de sus contemporáneos: también ella fue una mujer muy mujer, que tras su humanidad guardaba una vida y una obra toda de Dios, difícil de percibir por quien no la conociera de cerca.

A modo de ejemplo esclarecedor traeré aquí una conversación sostenida con él en Roma. Siempre he visto con muy buenos ojos que un sacerdote quiera exigirse en su vida interior y que concrete, que haga realidad el desprendimiento de los bienes materiales, que vigile la rectitud de su doctrina, etc. Por ello me alegró grandemente, cuando llegué a Sevilla, que algunos sacerdotes -jóvenes sacerdotes, buenos sacerdotes- me dijeran que querían seguir la orientación de la Obra y pertenecen a ella, porque sabía que en Opus Dei todo esto se aseguraba de un modo práctico y coherente con su condición diocesana; me parecía muy bien. Pero resultó que, después, alguno de ellos se echó para atrás, y decía que lo hacía porque pensaba que se le recortaba la libertad: en cuanto a la pobreza de vida, que debía dar cuenta de todos los gastos, que se desprendía de todo el dinero; en cuanto a la dirección espiritual, que era exigente e impartida siempre por la Obra; en fin, que incluso en la cuestión de libros y autores para estudiar debía asesorarse, etc. A mí no me parecía que esto fuera contra la libertad, puesto que eran muy dueños de ser del Opus Dei o no, pero quizá me pareció que si Josemaría seguía llevando las cosas con esa exigencia, con esa fuerza de espíritu, pronto se quedaría sin gente; con más moderación, pensaba yo entonces, el servicio que presta la Obra en las diversas diócesis dando aliento y promoviendo una dedicación plena a la tarea ministerial, llegaría a más sacerdotes, sería más aceptado. Estando en estas reflexiones hice un viaje a Roma, y entre las cosas que le hablé, le conté todo esto, y le dije: mira, Josemaría, me parece a mí que sois un poco exigentes: cuando alguien pide la admisión en la Obra, queréis que lo dé todo y que se dé del todo. ¿No es esto un poco excesivo? Josemaría sabía escuchar, y después hablaba de manera clara y convincente. Así, el interlocutor se incorporaba, casi sin darse cuenta, a esa otra esfera sobrenatural en que se movía, con naturalidad sorprendente. “Mira, no, me dijo. En el Opus Dei no seremos ni uno más ni uno menos de los que Dios quiere que seamos. Y la llamada que Dios nos hace es de entrega total, completa, cada uno dentro de su estado, con naturalidad, pero sin concesiones. Cuando un sacerdote viene a pedirnos que le demos lo que le podemos dar, le damos la espiritualidad que tenemos: ésta es la entrega total: sin salir de su sitio, reforzando su condición diocesana, pero dándose del todo. Si no le doy esto, una espiritualidad que él puede seguir, ¿qué le voy a dar yo? ¿qué le puede dar el Opus Dei a un sacerdote? Por eso la Obra se ocupa de su dirección espiritual y les ayuda a vivir la pobreza: que aprendan a estar desprendidos, a no tener lo suyo como suyo. Y lo mismo en la ciencia eclesiástica: si no le pedimos una estricta fidelidad al contenido de la fe y al Magisterio de la Iglesia, ¿que le vamos a pedir? Porque escuela teológica propia no tenemos, ni podemos tener”. Después de éstas o parecidas palabras, yo quedé diciendo para mí: pues es verdad, es verdad, ¿qué otra cosa puede hacerse, qué menos se puede pedir? Acabar razonando en la línea de las exigencias más estrictas de la fe, era lo normal hablando con el Padre: sus consideraciones iluminaban la conducta y la vida ordinaria con una luz amable, aun cuando promovía la heroicidad, la santidad.

Este es el resumen de mis recuerdos. Es un resumen que hago gustoso, porque me parece necesario que quienes hemos conocido y tratado a Mons. Escrivá de Balaguer facilitemos nuestro testimonio veraz sobre su personalidad y sobre su Obra en servicio de la Iglesia. Así podrá perpetuarse su imagen en el futuro cuando llegue la hora de iniciarse un proceso de Beatificación y se hagan estudios detallados sobre la heroicidad de sus virtudes podrá trabajarse sobre estos sinceros recuerdos.

La figura de Josemaría la tengo presente como si la estuviera viendo ahora. Su paso por la tierra, la labor que ha llevado a cabo, ha sido extraordinaria: algo que es inexplicable si se consideran las cosas con criterios puramente humanos. Con las solas fuerzas humanas es inexplicable el hecho eclesial del Opus Dei, porque se trata de una Obra que es de Dios fundamentalmente sobrenatural en su ser íntimo, en el mismo hecho de su fundación; y porque lo es en su finalidad, la santificación de sus socios y la difusión de un nuevo espíritu para llenar la tierra. También es sobrenatural el hecho de su prodigioso desarrollo en todo el mundo y entre personas de toda condición. Yo veo que esta llamada a la santidad prende en doctores y licenciados, en militares y abogados, en médicos, en obreros de diversas especialidades, en campesinos, en hombres y mujeres, en una juventud espléndida, de países católicos como España, o no católicos, como Inglaterra, Estados Unidos o Alemania. De tal manera que en más de una vez me he preguntado: “¿cómo es posible suscitar y atraer y formar a esta plural humanidad?”. No hay duda que el Opus Dei es realmente Obra de Dios: estricto quehacer santificante y santificador, que no puede explicarse de ninguna manera, más que por Dios. Al Padre no le podía mover más que el hecho de estar lleno de Dios. Esta es la imagen global que guardo de Monseñor Escrivá de Balaguer: la de un hombre, un sacerdote, que estaba todo lleno de Dios.

Removiendo los recuerdos que guardo de la primera época en que conocí y traté a Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer han venido a mi memoria las conversaciones que sostuvimos con motivo de la primera aprobación canónica que obtuvo, en el obispado de Madrid, la Obra por él fundada. También he recordado cómo en años posteriores tuve conocimiento de las ideas que estaba desarrollando para encontrar una solución jurídica definitiva plenamente concorde con la naturaleza y fines del Opus Dei, después de que fuera notablemente modificada en la aplicación práctica de la Constitución Apostólica “Provida Mater Ecclesia”, la secularidad de los Institutos Seculares. De todo ello quiero dejar constancia en este escrito.

La imagen que ha quedado grabada en mi memoria de Josemaría -así llamé siempre en vida al Fundador del Opus Dei- cuando le conocí por los años treinta, es la de un sacerdote joven, de personalidad fuerte y atrayente, y cuyo apostolado incesante tenía unas notas características que lo hacían aparecer como algo fuera de lo normal, distinto de lo que se veía habitualmente.

Josemaría no tenía cargo curial, ni capellanía ni parroquia. No frecuentaba las tertulias, aunque era amigo de muchos y buenos sacerdotes. Se sabía en el ambiente eclesiástico en el que yo me movía, que trabajaba mucho, y que era bien aceptado por la juventud, en especial la universitaria, cosa entonces difícil de conseguir para un sacerdote.

Su quehacer, pues, era público y notorio, pero Josemaría guardaba una prudente reserva acerca de la trascendencia de la Obra que llevaba entre manos: el Opus Dei. Su labor, en este sentido, era una labor callada, pues no andaba propalando ni anunciando el contenido profundo del mensaje teológico y espiritual que tenía su labor pastoral.

Quienes le conocíamos y tratábamos más de cerca estábamos informados del espíritu e intencionalidad última que le impulsaba. Yo sabía cuán vivamente sentía Josemaría el deseo de ayudar a los laicos a buscar la santificación a través del cumplimiento de los deberes civiles, sociales y profesionales de cada uno. Esto desde el primer momento. Más de una vez hablando con él surgían estos temas. Josemaría me hablaba de cómo veía con toda claridad que en los tiempos en que vivíamos era preciso santificar el mundo, desde el mundo: Dios llama a todos a santificarse y a asumir su responsabilidad apostólica dentro de la Iglesia. Es decir, me hablaba ya por entonces de muchas cosas que luego se dijeron en el Concilio Vaticano II. Y no sólo las decía, sino que iba haciendo que se pusieran por obra, a través de esa labor pastoral tan suya, callada, humilde e incesante.

Quería que esas ansias de santificar el mundo fuesen una realidad, no una teoría; que ese mensaje prendiese ya en el mayor número posible de personas y luego se extendiese sencillamente, sin espectáculo, con la eficacia del fermento que desaparece en la masa: santificándose cada uno en lo suyo, en su profesión, en el ejercicio de su trabajo profesional. Sin “triunfalismos”, como diríamos luego, después del Vaticano II. Incluso quería que, de ser posible, su Obra no tuviera ni siquiera nombre. Por todo ello, él mismo, sintiéndose instrumento humilde en manos de Dios que lo único que quiere es servir con eficacia a Dios y a las almas, realizaba su tarea pastoral huyendo de todo pago y brillo humano.

Concebida de esta forma su Obra y su labor pastoral, se comprende que no buscara por entonces un reconocimiento de tipo jurídico para lo que hacía. Puesto que su labor no desbordaba los límites de la acción apostólica de un sacerdote cualquiera, bastaba en aquellos momentos fundacionales contar, como contó desde el primer momento, con la aprobación y bendición de su Obispo que entonces era D. Leopoldo Eijo y Garay, Obispo de Madrid-Alcalá.

Sabía Josemaría que llegaría el momento en el que habría que ser tramitada ante la autoridad competente la aprobación jurídica de la Obra -tenía una clara mente jurídica y sabía que no podía darse dentro de la Iglesia una actividad apostólica organizada que no tuviera aprobación canónica, como es natural-, pero retrasaba el momento de dar ese paso. Según tengo entendido, todo esto lo tenía hablado con el Sr. Obispo, que coincidía en todo con Josemaría. D. Leopoldo aprobaba el modo de proceder, humilde y callado de Josemaría. Además, tanto Josemaría como el Sr. Patriarca -que comprendía muy bien la esencia radicalmente laical de la Obra de Dios-, sabían que en el derecho común de la Iglesia de entonces no había una fórmula bajo la que cupiera el Opus Dei, tal como era; es decir, sin violentar o cambiar su naturaleza. Por ello tenían claro que la aprobación y sanción jurídica de la Obra debería esperar su momento y provenir directamente de la Santa Sede.

Estando las cosas así, surgió una circunstancia nueva: las primeras celotipias, recelos y comentarios adversos a la labor que realizaba Josemaría. En ese momento, D. Leopoldo, llevado por el gran afecto que tenía por él y por su Obra, quiso dar personalmente un respaldo oficial a su labor con algún tipo de aprobación. Pensaba que así podía protegerle mejor de aquellas insidiosas e infundadas habladurías. Quería, en una palabra, dar mayor estabilidad y estado oficial canónico a lo que, hasta entonces, con su plena aprobación, hacía Josemaría privadamente. Era preciso, pues, sustanciar jurídicamente la Obra y Josemaría accedió a estudiar esta cuestión, para encontrar una solución -naturalmente provisional- que permitiera la aprobación a nivel diocesano, en espera de la solución final que vendría en su día de Roma. Entonces fue cuando Josemaría, aparte de estudiar personalmente el tema, quiso cambiar impresiones con expertos en Derecho Canónico, por lo cual vino a verme -supongo que lo mismo haría con otros amigos suyos-, dando pie a una serie de conversaciones que recuerdo bien.

Por algunos recuerdos circunstanciales que retengo en mi memoria, yo tengo para mí que estas conversaciones se llevaron a cabo en dos momentos o fases diferentes, separadas por la guerra civil española. Tengo la impresión de que este estudio de los aspectos jurídicos del Opus Dei fue una cosa larga, y sin poderlo afirmar con certeza, me parece que las conversaciones sobre este tema las comenzamos antes de la guerra, quizá el año 1935; luego, el conflicto armado paralizó todo, porque la vida eclesial sufrió entonces un parón enorme del que no se recuperó hasta que terminó la guerra. Entonces tendrían lugar las conversaciones de la segunda etapa, durante las cuales esos estudios estuvieron dirigidos a preparar la presentación ante el obispado de la documentación oportuna, ya en 1941.

Los recuerdos en que apoyo esta opinión son el que, por una parte creo recordar que cuando vino por primera vez Josemaría a mi despacho en la Curia de Madrid para hablarme de este asunto, yo era Teniente Fiscal; por tanto eso debió suceder hacia el 34 ó 35, puesto que en 1936 fui nombrado Fiscal. Por otra parte, recuerdo que estas conversaciones las tuvimos en múltiples ocasiones mientras comíamos en un merendero que había por la Cuesta de las Perdices, en la carretera de Madrid hacia La Coruña. Ni Josemaría ni yo teníamos tiempo, y, a veces, comíamos allí, y hablábamos mientras tanto: me recogía en la curia y luego me dejaba en la puerta del Seminario, donde a las tres daba mi clase de moral. Pues bien, después de la guerra esa zona quedó destrozada -había sido escenario del frente estabilizado de Madrid durante casi tres años-, y no recuerdo esos destrozos durante los almuerzos, por lo que me inclino a la idea de que esos estudios jurídicos debió comenzarlos Josemaría antes de 1936, para reemprenderlos hacia 1940, hacia el mes de octubre. Las conversaciones de este segundo periodo recuerdo bien que las mantuvimos casi siempre en Diego de León.

Sea cual fuere la cronología exacta del comienzo y desarrollo de aquellas conversaciones, el hecho es que el Padre me fue contando con gran confianza sus pensamientos y le agradaba que yo le diese sinceramente mis opiniones. Tenía redactados unos primeros Estatutos de la Obra que estaban contenidos en seis breves documentos: Reglamento, Régimen, Orden, Costumbres, Espíritu y Ceremonial. En esos escritos estaba dibujado con detalle el espíritu del Opus Dei. Al margen de estos documentos -que eran así, y no podían ser de otro modo, y sobre los cuales yo no tenía nada que decir- estaba la cuestión de la calificación jurídica que la Obra había de tener. En estas materias estaba yo entonces muy impuesto, pues era cosa de mi tarea en la diócesis.

Conversando con Josemaría me quedó clarísimo que el Opus Dei no era en manera alguna una Congregación religiosa. Josemaría no pensó jamás en ir por esta vía: manifiestamente la rechazaba y no lo intentó de ninguna manera. Por tanto, si no era, ni podía ser una Congregación religiosa, el único camino jurídico abierto en la ordenación canónica de entonces era el de las asociaciones de seglares. Entre estas asociaciones, también estaba claro que el Opus Dei no podía ser una Orden tercera, ni una Cofradía o Hermandad de Culto; de ahí que sólo quedara la posibilidad de que se constituyera como una Pía Unión.

Al ser éste un cauce muy estrecho e inadecuado a todas luces para la Obra, a Josemaría no le gustaba. Yo no sabría decir ahora si se lo oí comentar a él, o si lo he pensado después, pero lo cierto es que tenía el deseo de vivir al pie de la letra aquella norma evangélica de prudencia que desaconseja echar vino nuevo en odres viejos. Sin embargo en 1940, al arreciar las incomprensiones hacia la Obra, D. Leopoldo insistía en dar el decreto de aprobación diocesana del Opus Dei y de sus Estatutos y Josemaría, por espíritu de obediencia, tuvo que buscar, entre las escasas posibilidades entonces existentes, la que le parecía menos inoportuna y aceptó que la Obra se aprobara como Pía Unión. De este modo consiguió entonces que el ropaje jurídico provisional que encuadraba la naturaleza del Opus Dei, en aquel momento, aun siendo insuficiente a todas luces, no desvirtuase la esencia laical y secular de la Obra. De este modo el vino nuevo quedó bien preservado.

Presentada la documentación oportuna, el Sr. Obispo de Madrid-Alcalá firmó el decreto de aprobación canónica del Opus Dei, a tenor del canon 708 del Código de Derecho Canónico, el 19 de marzo de 1941.

En junio de 1946 hizo Josemaría su primer viaje a Roma. Estaba muy afectado por la diabetes, pero fue, por considerar que su presencia era necesaria en la Ciudad Eterna. En cierta ocasión, no sé si fue ya por entonces o más adelante, me habló de la conveniencia de establecer su residencia en Roma de modo definitivo. Había varias razones para ello. Quizá la principal era que, por fin, había llegado el momento de pedir a la Santa Sede -como preveía hacía años- una aprobación definitiva, en la que se sancionara jurídicamente la realidad verdadera, el hecho ascético y apostólico del Opus Dei, como algo ajustado al derecho común y no como un privilegio.

Ya en 1943 había obtenido de la Santa Sede el “Nihil Obstat” para la erección diocesana de la Obra, bajo el título de Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. En el estudio de esta cuestión y en la preparación de la documentación necesaria para este paso jurídico, yo no intervine para nada, pues era una cuestión ajena por completo a la autoridad diocesana, y todo se tramitó en la Santa Sede. Pero supe de todo ello cuando se ordenaron los tres primeros sacerdotes del Opus Dei, de los que yo, juntamente con otros eclesiásticos, había sido profesor.

Antes de este viaje de Josemaría en el año 1946, Álvaro del Portillo, según he oído referir, fue enviado a Roma para estudiar la posibilidad de conseguir la aprobación definitiva de la Obra. Encontró en Roma una buena acogida, tal como era de esperar. Sin embargo algunos tenían la impresión de que la Obra llegaba con un adelanto de cien años y en el Vaticano se preguntaban por el Fundador: dando así a entender el interés por conocerle. Este fue el motivo del viaje de Josemaría a Roma. Entonces, colaborando activa y decisivamente en la redacción de la Constitución Apostólica “Provida Mater Ecclesia” que sería promulgada el 2 de febrero de 1947, pudo obtener, pocas fechas más tarde, el “Decretum Laudis” de la Obra.

La “Provida Mater Ecclesia” ha sido una puerta abierta para muchas instituciones que han encontrado en ella su cauce adecuado; y no me cabe duda que la historia irá poniendo cada vez más de manifiesto el servicio que prestó Josemaría a la Iglesia al ayudar a clarificar y encajar dentro del Derecho Canónico este nuevo modo de vida de perfección que son los Institutos Seculares.

Sin embargo, como es bien sabido, la “Provida” resultó ser para el Opus Dei una paso jurídico todavía provisional, algo así como una fórmula de compromiso, porque la normativa de esta Constitución Apostólica, y, sobre todo, su posterior aplicación, no era plenamente adecuada para enmarcar el hecho de vida que da su razón de ser al Opus Dei.

Desde que Josemaría se instaló definitivamente a vivir en Roma, mostró una absoluta sumisión a la Sede Apostólica. Cualquier indicación o invitación a colaborar en asuntos concretos le encontraba siempre disponible. Por ello aceptó ser consultor de varias Congregaciones, y tomó parte e intervino en varios trabajos en el Concilio Vaticano II. Esta actitud -que surgía de su fe y de su espíritu de obediencia- estaba íntimamente conectada con la prudencia, su amor a la justicia, la fortaleza y desde luego con la caridad bien ordenada, con el amor. Por ello, de un modo totalmente coherente con lo dicho, Josemaría sabía hacer ver en la Curia Romana, con presteza y mucho acierto, lo que se torcía, lo que necesitaba corrección, especialmente en lo que hacía relación con la dirección y la gestión de determinados asuntos generales. En este sentido es notorio hasta qué punto estuvo disconforme con la orientación que se dio desde la Congregación de Religiosos a los Institutos Seculares, con interpretaciones desacertadas de la Constitución “Provida Mater Ecclesia”, que él tan bien conocía. Después de haber ido haciendo durante años las indicaciones necesarias ante los Dicasterios Romanos, esta objetiva disconformidad le llevó a tomar la determinación de que el Opus Dei renunciase de hecho a ser un Instituto Secular.

Yo entendí bien su decisión, quizá porque estaba en mejores condiciones que otros para comprenderla en profundidad: desde hacía años, como ya he dicho, me había quedado muy claro que la Obra no podría entrar en el concepto de las Congregaciones Religiosas porque, por esencia -por voluntad divina- era completamente secular. Al pertenecer los Institutos Seculares a la Sagrada Congregación de Religiosos -en lugar de estar en un Dicasterio de Laicos, o al menos en la Congregación del Concilio, como hubiera sido más oportuno-, se vio que aquellas nuevas instituciones iban a recibir un tratamiento jurídico clásico, similar al de las Congregaciones Religiosas, de manera que se desnaturalizaría necesariamente la idea de la secularidad desde su raíz. Así ha sucedido en la práctica. Hoy en la consideración de la opinión pública, los Institutos Seculares han venido a ser una forma más de vida religiosa, aunque quizá se considere más próxima al mundo que las anteriores. Por eso me he explicado siempre que Josemaría tuviera, desde el primer momento, una seria duda, y, después, certeza, del camino que emprendían los Institutos Seculares; y no le quedaría más remedio que defender la secularidad de la Obra, dejándola claramente definida con el carácter jurídico de Asociación.

Por último, para acabar de pergeñar en este escrito los aspectos jurídicos de la Asociación fundada por mi inolvidable amigo Josemaría Escrivá de Balaguer, añadiré que yo supe, porque él me lo dijo, y porque tuve que intervenir directamente en el asunto, que Josemaría intentaba antes de su muerte, desde hacía años, una solución jurídica estable para la Obra. Por el camino de las Prelaturas “Nullius”. Yo me ocupé de hablar con el Cardenal Tardini en el año 1958 ó 1959 en este sentido. Recuerdo que Josemaría lo tenía todo absolutamente estudiado y creo que estuvo a punto de poderse realizar el proyecto. Era una solución jurídica realmente muy adecuada, que hacía compatible el respeto a la condición plena de lo que era la Obra con el no ponerla en situación de privilegio, cosa que no agradaba a Josemaría, sino dentro del Derecho.

Sevilla, 21 de noviembre de 1977
José María Card. Bueno Monreal (Arzobispo de Sevilla)


Última modificación: sábado, 13 de septiembre de 2008 12:42

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